Si pudiera desear cualquier futuro, independientemente de la realidad actual, desearía un futuro en el que las diferencias entre seres humanos dejen de ser un motivo de juicio y se entiendan como una expresión natural de la diversidad que nos caracteriza.
Imagino un mundo donde nadie se sienta excluido por su origen, su orientación sexual, su identidad de género, su apariencia o su situación laboral. Es decir, un futuro en el que la belleza no se mida por los cánones impuestos, donde no haya que luchar por encajar con la normatividad y donde sea la autenticidad lo que nos defina.
En este utopía que propongo, la inclusión dejaría de ser un concepto de moda y se convertiría en el cimiento de nuestra convivencia, de manera que la educación nos enseñase a abrazar la diversidad desde la infancia. Por tanto, nadie sería «el otro», ya que entenderíamos que todos, cada uno con su esencia, somos iguales, sin necesidad de tener que demostrar nuestra valía o justificar nuestra existencia para ser tratados con respeto y dignidad.